Por Gonzalo García Campo
El 23 de mayo recién pasado se ha realizado la beatificación de Óscar Romero. Gracias a los esfuerzos del Papa Francisco, que ha desbloqueado un proceso entrampado hace años, la Iglesia ha reconocido en el arzobispo de San Salvador, asesinado crudamente por la dictadura militar en 1980, un testigo que ilumina el camino de los creyentes que buscan ser fieles al Evangelio de Jesús y que encarna, además, los valores fundamentales del humanismo: la compasión, el amor, la sed de justicia.
A lo largo de todas las Comunidades Eclesiales de Base de América Latina esta beatificación ha sido motivo de profunda alegría. Y es que la Iglesia, por fin, reconoce como beato a quien el pueblo hace décadas reconoció como santo. En lo que sigue quisiera exponer, como lo adelanta el título, que al tiempo que la beatificación de Óscar Romero es motivo de profunda y sentida esperanza, comporta riesgos a los que parece conveniente estar atentos.
a. Esperanzas: “San Romero de América, Pastor y Mártir nuestro”.
Fue el obispo de Sao Felix do Araguaia, en la doliente Amazonía brasileña, Don Pedro Casaldáliga, quien llamó a Óscar Romero “pastor y mártir”. Con esos dos apelativos pareciera quedar recogido parte del legado más rico del obispo de El Salvador. Desde que asumió el arzobispado de la ciudad de San Salvador, en 1977, hasta su muerte, ocurrida tres años después, monseñor Romero se convirtió en pastor de su pueblo. No como quien guía paternalistamente a una masa infantilizada, sino como quien opta por hacer suyas las luchas de ese pueblo por una vida mejor, más justa y en paz (las muertes, en El Salvador, eran cosa de todos los días. La búsqueda de paz no tenía, por tanto, ninguna dimensión retórica). Romero optó decididamente por los hombres y las mujeres pobres y explotados de su país, denunciando los atropellos que sufrían diariamente, aun cuando esto le costara a él el rechazo y la denostación de una elite que, pocos años antes, lo veía como un sacerdote manso y conservador. Con tal radical coherencia Romero se transformó en pastor, mostrando caminos por los que andar y sueños por los que jugarse la vida.
Y también en mártir. Conocida es su muerte: el 24 de marzo de 1980, mientras celebraba la Eucaristía en el Hospital de la Divina Providencia, un hombre contratado para matarlo disparó directo al corazón: la muerte fue cosa de instantes. La vida coherente, fiel y arriesgada de Monseñor Romero terminaba en una muerte feroz, represalia de la radicalidad con que había vivido, transformándolo en mártir de la justicia y del amor. Pero del amor verdadero, sin edulcorantes ni sentimentalismos: del amor que es tal que llega a dar la vida. Y dar la vida, en la Centroamérica desgarrada por la muerte sistemática de los pobres, no es una pobre metáfora: es acaso la verdad más cruda. La verdad que lleva al martirio, como sucedió a Monseñor.
b. Riesgos: “Las curias no podían entenderte; ninguna sinagoga bien montada podía entender a Cristo”.
El verso entre comillas es también de Pedro Casaldáliga y pertenece al mismo poema que encabezaba el apartado anterior.* La imagen es fuerte, y lo es ante todo porque parece representar con precisión el rechazo y la irritación que causó el mensaje y la vida de Óscar Romero entre las élites políticas y económicas… y también religiosas. Es sabido que el entonces papa Juan Pablo II mostró más preocupación por las posibles ideologías de corte marxista que podían influir en el pensamiento y la palabra de Romero que por el peligro que corría la vida del mismo.
Pero también se trata de una imagen vigente porque pareciera dar pistas de los riesgos que podría comportar una recepción acrítica de la figura de Óscar Romero. A dicho riesgo contribuyen, a mi juicio símbolos como el eslogan oficial de la beatificación, que lo presenta como “mártir por amor”, expresión que si bien puede sintetizar el compromiso fundamental de Romero, también puede desencarnarlo, abstraerlo de las circunstancias concretas en que vivió ese amor y el modo en que ese mismo amor fue ejercido, edulcorando su testimonio hasta quitarle la fuerza subversiva a una vida que denunció los mecanismos de muerte instalados en su país y las violencias institucionalizadas cuya víctimas preferentes –cuando no exclusivas- eran los pobres. Contribuye también, el himno compuesto para su beatificación, que incluye frases como “siervo de la luz quemante” o habla de su “palabra, que como rocío cae”, las cuales llevan a pensar, nuevamente, en una vida piadosa, arriesgada, pero que omite la mayor riqueza de la vida de Romero que -a riesgo de ser repetitivos- reside en su capacidad de arriesgar la vida por la vida de quienes eran asesinados todos los días; en su lucidez histórica y crítica para denunciar la muerte instalada y rebelarse contra ella; en los riesgos que estuvo dispuesto a correr hasta ser asesinado con crudeza y ferocidad, tal como lo fue Jesús de Nazaret.
El riesgo pareciera ser, en suma, lo que ya advirtiese Pedro Casaldáliga: ninguna curia podía entender a Romero, lo que lleva a presentar su mensaje en términos insípidos, domesticando la dimensión emancipadora de su testimonio y anestesiando la fuerza de un mensaje que, treinta y cinco años después, sigue interpelando y desafiando nuestras comodidades, nuestros silencios y nuestras complicidades con las injusticias.
c. A modo de conclusión.
El riesgo reside, a mi juicio, en la recepción acrítica que se haga del testimonio de Romero. El desafío es ahora para las comunidades que quieren rescatar lo interpelador de la vida y lo impactante de la muerte del obispo pastor y mártir. La beatificación es, así, oportunidad para volver la vista a Romero. Pero lo es también para volverla a las circunstancias en que vivió y fue asesinado. Que es, ni más ni menos, lo que el pueblo latinoamericano ha décadas atrás. Pues como ya lo aventurara –nuevamente-Casaldáliga, fue el pueblo quien hizo santo a Monseñor Romero desde el día de su muerte.
*El poema se titula “San Romero de América: pastor y mártir nuestro”.Gonzalo García Campos es egresado de Derecho de la Universidad de Chile.
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