Por Jorge Atria, Estudiante Doctorado Sociología, FU-Berlin, Alemania.
«Al margen de una discusión técnica, que considere posibles cambios a la estructura tributaria, al grado de fiscalización o control, o a los incentivos y desincentivos que produce el sistema tributario, lo cierto es que la evasión es también un problema moral», dice Jorge Atria en esta interesante columna.
En los últimos años, la evasión ha sido noticia crecientemente. El motivo principal ha estado asociado a los problemas derivados del transporte público capitalino -el Transantiago- y con ello el intento de muchos por burlar el pago asociado al uso del sistema, mostrando con ello, según se cree, disconformidad con el servicio, desacuerdo con el alto costo del pasaje, castigo a una mala política pública, o derechamente una desconexión con el interés común, al restar a la sociedad de un dinero que es relevante para todos, y que forma parte de lo que se necesita para, entre otras cosas, financiar las mejoras al transporte público.
La evasión ha crecido así en notoriedad como uno de los problemas
relevantes del mejoramiento del Transantiago. Muchos paraderos de la ciudad se poblaron de fiscalizadores anti-evasión, con chaqueta amarilla y mirada atenta al que delinque. Junto a ello, se han realizado investigaciones para describir el perfil del evasor, detectando por ejemplo su transversalidad frente a cualquier clase socioeconómica. Por último, se ha buscado sancionar severamente a los infractores, mostrando el costo que su acción tiene para la sociedad como un todo, y en especial para aquellos que sí pagan el costo del transporte íntegramente, constituyendo una señal de desprecio al bien común.
El consenso contra la evasión parece ser demasiado evidente. Debiera pensarse, en este sentido, que la sociedad chilena deplora esa acción -definida como delito-, dejando en claro a los malhechores que tamaña ofensa debe ser sancionada, y que como tal, recibirá un castigo ejemplar.
Es esto lo que no aparece y no se entiende cuando se analiza la evasión de impuestos en Chile.
Como evidencia del más absoluto -y a ratos casi irreflexivo- amparo en una cultura legalista, los chilenos solemos dar por descontado el funcionamiento de nuestras instituciones y el cumplimiento de nuestras leyes. En palabras simples, “en Chile las cosas funcionan”. Es así como la evasión en muchos casos se soslaya y se le considera un elemento no problemático en nuestra sociedad. Esto se alimenta con las rápidas comparaciones con países vecinos que suelen venir a la cabeza, como reforzando la idea de que en nuestro país “los impuestos se pagan”.
Una mirada más específica al pago de impuestos en Chile denota, sin embargo, que el problema existe, y que se manifiesta de modo particularmente sutil, siendo necesario ir más allá de la chaqueta amarilla para poder detectar las formas de nuestro cumplimiento tributario.
López y Figueroa (2012), sobre la base de estimaciones de otros autores, permiten acercarse a algunas cifras. En primer lugar, destacan que la evasión del IVA alcanza el 11% (Gómez Sabaini, 2010), esto es, la más baja en perspectiva latinoamericana, y por cierto una de las más bajas entre los países de la OECD. Vale la pena mencionar que el IVA, el impuesto que recauda más ingresos tributarios en nuestro país, es pagado por todos los chilenos, en la medida que la gran mayoría de bienes de consumo está afecto al mismo.
La cosa cambia, sin embargo, cuando se observan las estimaciones de evasión del impuesto personal a la renta. Ésta alcanza aproximadamente el 46% (Jorratt, 2009), situando a Chile en competencia con países como El Salvador, Argentina, México o Perú (Gómez Sabaini, 2010). Vale la pena mencionar que el impuesto personal a la renta sólo es pagado por el 19% de más ingresos de la población chilena, pues dada nuestra enorme desigualdad es el único grupo que tiene los recursos suficientes para llegar al tramo mínimo. Es decir, esta evasión no es atribuible a la sociedad chilena en su conjunto, sino solamente al grupo de más altos ingresos del país. Denota además una debilidad significativa en la administración tributaria para controlar el pago de este impuesto.
Si a la evasión se le sumaran otros elementos tributarios más complejos, como por ejemplo la pérdida de recaudación producto de vacíos legales (mecanismos para diferir impuestos, o subsidios para la depreciación acelerada en empresas, muchos de los cuales benefician especialmente a los grupos de mayores ingresos), López y Figueroa (2012) estiman que, en su conjunto, tales ingresos alcanzarían al menos el 8% del PIB chileno.
Al margen de una discusión técnica, que considere posibles cambios a la estructura tributaria, al grado de fiscalización o control, o a los incentivos y desincentivos que produce el sistema tributario, lo cierto es que la evasión es también un problema moral.
Esto es especialmente visible en la distinción entre evasión y elusión: así, mientras en el primer caso se viola la ley, cometiéndose un delito, en el segundo caso la ley es respetada, violándose el espíritu de la misma. Esto, que puede parecer una abstracción o complejidad innecesaria, es una sutileza clave para otorgar responsabilidades individuales a quienes, al final del día, lo que están haciendo es restar recursos al Estado, y con ello a la sociedad completa.
Exactamente lo mismo que hace el tipo que evita el pago del transporte público.
En ambos casos, se podrán argüir muchas razones: “descontento con el servicio de transporte” versus “descontento con los servicios que provee el Estado”; “insuficientes recursos para pagar el pasaje” versus “convicción de que el Estado ya tiene bastante”; “hacerlo porque todos lo hacen” versus “sé que ese mecanismo no se pensó para esto, pero está permitido y soy tonto si no lo hago”.
En última instancia -se dirá- quien evade el pasaje está haciendo algo tipificado como ilegal, mientras que quien elude el pago de un impuesto no ha faltado a la ley, si no que ha aprovechado al máximo sus espacios y posibilidades. Esto sería similar a que un pasajero del Transantiago se colgara de un bus por fuera y se desplazara todo el trayecto de esta manera, aduciendo que no ha entrado al bus, y por ende no debe pagar, pues afuera además no hay cobrador para pasar la tarjeta.
Alberto Hurtado recuerda en su Moral Social que “cuando los impuestos son justos los contribuyentes están obligados en conciencia a pagarlos: son una contribución al bien común, que aprovecha a todos” (p.60). Detrás de esta afirmación es posible encontrar la premisa de que en la cotidianeidad -en este caso, en el cumplimiento tributario- se pone en juego una parte esencial de lo que la Iglesia propone a un creyente (“No hay virtud más eminente que hacer sencillamente lo que tenemos que hacer” [p.687]). Por último, el pago de impuestos, desde un prisma ético cristiano, cuestiona la primacía absoluta del interés individual -que supone relegar el pago de impuestos a una decisión voluntaria- resaltando que “las actividades económicas y sociales tienen por fin el bien común de la sociedad, y se ordenan a él como el medio al fin (p.55)”.
En un país cuya clase alta adhiere mayoritariamente a los preceptos de una moral cristiana, los problemas de evasión y elusión tributaria deben ser entendidos no sólo como un asunto técnico, de debilidad de la ley o de mal trabajo parlamentario. Son también un problema ético. Una moral tributaria supone, en este sentido, tanto respeto como la siempre firmemente defendida moral sexual, por ejemplo. Por último, como parte integrante de la moral social, una moral tributaria es condición ineludible del anhelo, aparentemente común a todos los chilenos, de acabar con la pobreza y enfrentar seriamente la desigualdad en Chile.
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