Matías Valenzuela Damilano ss.cc.
Lo que ha ocurrido en Chile a partir del 18 de octubre de este año ha sido inesperado y ha tenido una envergadura que nadie podría haber imaginado. Por lo mismo, aún se quedan cortos los análisis y es difícil definir tanto causas como consecuencias. Todo se mezcla. La justicia de las demandas sociales con las acciones que se acercan a lo delictual y dañan el valor y la masividad de las movilizaciones. Los grandes grupos de personas que se manifiestan por su propio interés o por la adhesión a demandas colectivas con grupos más organizados que aspiran a fines políticos entre los cuales está la desestabilización del estado de derecho. Es decir, generar un estado tal de anarquía que al Presidente de la República no le quede otra opción que renunciar.
De todos modos, a mi parecer, es muy complejo definir un solo factor que sea el causante de este movimiento, que incluso podemos llamar revolución. Siempre es posible acudir a la tesis del complot y ver en esto causas externas como las que adjudican la responsabilidad a Cuba, a Venezuela o incluso a China, o a causas internas como los grupos narco terroristas, anarquistas o al Partido Comunista y a los sectores más extremos del Frente Amplio. Pienso que puede haber concurrencia de factores, pero estimo que adjudicar la inteligencia de lo ocurrido en Chile estas semanas a una de esas causas como exclusiva sería simplificar demasiado las cosas y valorar poco el sentir genuino de nuestro pueblo.
Una de las cosas que más nos ha afectado en esta crisis social es la violencia, en la cual se ha expresado muchísima rabia. La violencia con la que se han destruido centros de ciudades, entre las que destaca Valparaíso, espacios públicos, medios de transporte, locales comerciales, grandes y pequeños, así como iglesias e incluso centros de salud. Ha sido demoledor. También ha sido violenta la represión, al menos en sus primeras semanas y ahí debemos lamentar pérdidas de vidas humanas y la pérdida de la visión por parte de muchos manifestantes. De todos modos, no se puede comparar la pérdida de negocios o instalaciones comerciales con la pérdida de la vida las personas, cualquiera sea su condición. De algún modo ha sido el reino de la violencia, de la ira desatada por muchas partes. Expresión de un malestar acumulado y también de una desafección a aquello que parecía pertenecernos a todos.
Un signo de esa desafección ha sido la destrucción de los bienes patrimoniales, entre ellos de las estatuas de plazas y espacios públicos. Hay algo ahí que debe hacernos pensar mucho, debe generar preguntas, ¿por qué aquellos que hemos identificado con lo heroico y con la gestación de nuestra nación no identifican a nuestros jóvenes de hoy? ¿Qué es lo que en su mayoría representan? Siendo en su mayor parte varones y militares. La verdad es que hemos dejado mucho de lado la cultura popular, la cultura mestiza y la cultura indígena a la hora de definir nuestros símbolos. De algún modo el derribamiento de bustos como los de Almagro o de O’Higgins representa una lucha contra la cultura hegemónica que es identificada con lo patriarcal y europeo, que deja de lado o incluso somete la diversidad cultural y la raíz morena americana. Faltan plazas en nuestro país donde se pueda ver un busto de Lautaro, de Atahualpa o de las madres que perdieron a sus hijos en dictadura.
Ahora bien, queriendo dar un paso más en esta reflexión, me parece que una de las causas de la crisis social que estamos viviendo en Chile y en el mundo, es fruto de la corrupción y del abuso de los poderes económicos, la cual ha generado una rabia infinita en las grandes masas. Esa corrupción ha dañado no sólo el patrimonio y la vida de otros, sino también ha dañado la confianza social. Son delitos mucho más graves que el robo de una billetera porque su efecto es social. Eso debe ser sancionado penalmente y la finalidad de la sanción no sólo es disuasiva sino también retributiva y reparatoria. Porque de lo contrario se deja todo, como ha ocurrido en estos días, entregado a la venganza privada.
Soy de la idea de que la salida y el camino deben ser institucionales, aunque hoy en la calle hay gente que no cree eso, pero estoy convencido de que si no lo hacemos así no hay camino posible. ¿Por qué? Porque sin institucionalidad lo que queda es la anarquía y ahí lo que ocurre es que rige la ley del más fuerte y comienza la dictadura, del color que sea. Ahora bien, esas instituciones siempre están regidas por personas, que tendrán cada vez más la exigencia de liderarlas con los pies en el barro (por ejemplo, que el ministro de salud se atienda en un hospital público) porque de lo contrario jamás alcanzarán la representatividad necesaria para conducir nuestros países.
Vuelvo a lo anterior, creo que uno de las más grandes amenazas al estado de derecho y a la institucionalidad es la corrupción con la consecuente pérdida de confianza sumada a la desigualdad que en las últimas décadas ha aumentado exponencialmente gracias a los mercados financieros y a la especulación del capital. Todo ello ha generado una rabia y una desintegración del tejido social que estamos presenciando. En términos políticos lo que esto genera es que la gente se vaya hacia los extremos o hacia el populismo, todo lo cual desintegra la democracia.
A esto se agrega que en Chile una de las herencias de la dictadura ha sido la atomización y la disolución de los cuerpos intermedios así como la desconexión de la élite – entre ella la de los partidos políticos – con la gente de a pie, con el pueblo. La cultura que hemos heredado ha debilitado fuertemente las organizaciones sociales como los partidos políticos, los sindicatos y los gremios en general, las juntas de vecinos, los centros de alumnos, las comunidades de base y en general cualquier organización que aspire a transformaciones sociales y represente a los distintos sectores de la sociedad. Eso debe modificarse. El individualismo que genera culturalmente el modelo neoliberal es una de las causas de la destrucción que estamos viendo. Donde todo se pretende imponer por medio del poder del dinero o de la fuerza.
En este contexto es indispensable fomentar el diálogo ciudadano valorando el juego democrático que exige negociación y renuncias, que también implica serena aceptación de los límites y de los procesos. Donde no debemos incrementar el temor ni la rabia sino el diálogo y la posibilidad de crear tejido social, aunque sea lento. Donde profundicemos la conciencia de que Chile somos tod@s, avanzando en la superación de las dicotomías que nos destruyen. Pienso que esta es hoy una demanda de nuestros pueblos, la de que haya más democracia y mayor participación democrática, un ejemplo de esto han sido los cabildos auto convocados y el hecho de que el estallido social ha generado un mar de reflexión y preguntas en un contexto que estaba aparentemente adormecido.
Ahora bien, en este contexto político y social cabe la pregunta ¿qué nos puede aportar la mirada creyente? ¿Qué potencialidades puede ofrecernos la relación entre fe y política?
Ciertamente mi aproximación a esta pregunta será desde el cristianismo, sabiendo que otros credos pueden ofrecer otras miradas. Además, será desde el cristianismo católico de raíz latinoamericana. Y queriendo aclarar aún más las cosas, será desde el cristianismo católico de raíz latinoamericana vivido actualmente en Argentina, es decir, anclado en la tierra donde nace el peronismo que dicho por alguno de sus exponentes es la expresión política de la religiosidad popular en esta tierra de grandes pampas, la religiosidad de un pueblo apasionado y mariano.
En este sentido pienso que uno de los elementos que puede aportar la mirada creyente a la visión política y a la construcción de sociedades democráticas hoy, es la importancia que tiene para la fe tanto de la dimensión personal como de la dimensión comunitaria. Son indispensables los procesos personales, los tiempos, la paciencia y el respeto. La fe entendida como una opción libre, madura, que brinda sentido para la vida. A la vez, considerar que la fe, en el cristianismo al menos, es una invitación permanente a formar comunidad a ser parte de un pueblo, de caminar con otros, donde soy reconocido en mi originalidad como un legítimo otro y estoy llamado a caminar solidarizando y valorando a cada hermano y hermana que el Señor coloque en mi camino.
La fe, además, puede ser entendida como un conjunto de relaciones que inspiran la vida, en todo momento y particularmente en tiempos de crisis. Esas relaciones, tanto verticales con Dios y todo aquello que nos trasciende, como horizontales, con los hermanos, amigos y compañeros de camino, alimentan la esperanza y ayudan a enfrentar las realidades amenazantes o abusivas con lo mejor de uno mismo. La fe, en cualquier escenario que nos coloque la vida, alimenta el horizonte de esperanza, porque el creyente sabe que la vida no depende sólo de su propio actuar o de su voluntarismo. La fe permite descansar en una confianza que va más allá de sí mismo o de los procesos sociales. Esto, que no es resignación ni implica desentenderse de la propia responsabilidad, provoca a la vez una paz y una libertad que hacen caminar con ánimo y esperanza contra viento y marea. Esto es un bien inestimable en la construcción de sociedad en tiempos de crisis y de cambio social. Lo vemos en hombres como San Agustín o San Francisco de Asís que supieron ser luz en su mundo en tiempos en que todo se derrumbaba a su alrededor.
Por otro lado, me parece que sigue siendo valioso el anuncio del Dios de los cristianos, el Dios de Jesucristo, el Dios del Pueblo de Dios, como aquel que está llamado a ser la referencia fundamental de todas nuestras acciones, no por temor, sino por respeto, por gratitud y amor, como el verdadero camino de felicidad, en comunión con el conjunto de la Creación. Me parece que las sociedades modernas, laicas, secularizadas, pierden algo cuando obvian completamente su referencia a Dios, porque caemos en una especie de narcisismo individualista colectivo, donde nos miramos el ombligo, en el mejor de los casos colectivamente, y en general sólo individualmente, en un mundo personal aislado, encerrado, vacío y desalentador, que puede llevar a la violencia destructiva y al suicidio. El olvido de Dios es muerte del pueblo y también de la persona, del individuo. El Papa Francisco en la Encíclica Laudato SI’, sobre el cuidado de la Casa Común hace referencia a este punto, en el sentido de que el mundo necesita una dimensión trascendente, que va más allá de los intereses particulares en conflicto, que entregados simplemente a sí mismos buscan la satisfacción de su propio interés. Eso es lo que, en el Antiguo Testamento, es decir en la Biblia Hebrea, se llama idolatría, cuando ponemos en el centro algo que no es Dios, aunque esto sea al mismo ser humano, que es, no obstante, toda su dignidad, una creatura pasajera en este mundo a la vez maravilloso y poroso.
Dentro del anuncio cristiano otro aspecto que me parece central y que puede aportar a la construcción de sociedad y mundo es la categoría del Reino de Dios, que en el Nuevo Testamento está por todos lados y que fue destacado por la teología latinoamericana. Se trata de una categoría que tiene o puede albergar un contenido político, ya que no solo hace referencia a la presencia de Dios en cada persona, sino también alude a un modo de relacionarnos y comportarnos entre nosotros y con el conjunto de la Creación. La encontramos en la oración de los cristianos, en el Padre Nuestro, cuando pedimos que “venga tu Reino” (Mt 6,10), y luego a Jesús mismo en el sermón de la montaña cuando insta a sus discípulos y discípulas que “busquen el Reino de Dios y su justicia” (Mt 6, 33). Luego el mismo Pablo de Tarso dirá que el “reino es justicia, paz y gozo en el Espíritu” (Rm 14,17). Así mismo, nosotros hablamos de Cristo rey, donde la realeza de Jesús se manifiesta de manera definitiva en la Cruz, en la entrega plena de su vida, en la máxima humillación, en el amor. Desde donde somos llamados a descubrir los signos del Reino, su presencia, en medio de las brasas, de los rescoldos que aún se mantienen ardiendo, de los pequeños gestos de compromiso humano, de cuidado y don de la vida, incluso en medio de la contradicción y de la ambigüedad, descubrir ahí a Dios habitando, haciéndose historia, alimentando nuestra alegría de vivir y nuestra esperanza. Al mismo tiempo, encontramos ahí la llamada a construir ese Reino con nuestras manos, colaborativamente, sin parar, sin desalentarnos, sin escatimar esfuerzo, dándolo todo. Estamos llamados a ser artesanos de ese Reino de Dios y de su justicia, a ser instrumentos de la paz, porque es un don y a la vez una tarea, desde lo pequeño, desde abajo, desde los más pobres de la tierra y con toda la humanidad, con todos los hombres y mujeres de buena voluntad.
Pienso que las categorías de Pueblo de Dios y de Reino de Dios deben seguir alimentando nuestra reflexión y nuestras acciones como creyentes. Unidas a las categorías de discipulado y de testigo, que son más personales y apelan más a la libertad. Estas reflexiones que brotan de la fe de un cristiano creo que deben traducirse en valores, actitudes y opciones de vida que inspiren un lenguaje audible por los no creyentes y en el que nos podamos poner de acuerdo, de tal manera que alimenten la formación de estados democráticos y socialmente sustentables, donde haya valores fundantes que todos nos esforcemos por respetar. Solo así podremos legar un futuro a nuestros hijos e hijas. La fe y la política deben estar en diálogo respetuoso y permanente. La teología también es una disciplina científica que debe ayudar a buscar los caminos que está llamada a recorrer la humanidad.
Una de esas categorías que brota de una visión social y política animada por la fe es la de ciudadanía y como me toca trabajar en el ámbito de la educación quiero enfatizar esto con una cita de un maestro educador brasileño que hizo escuela en la educación popular, uniendo la alfabetización al compromiso político, impulsando así la promoción humana de sus compañeros de camino:
“La ciudadanía realmente es una invención, una producción política. En este sentido, su pleno ejercicio por quien sufre cualquiera de las discriminaciones, o todas al mismo tiempo, no es algo que se usufructúe como un derecho pacífico y reconocido. Al contrario, es un derecho que tiene que ser alcanzado y cuya conquista hace crecer sustantivamente la democracia. Esta es la ciudadanía que implica el uso de la libertad – de trabajar, de comer, de vestir, de calzar, de dormir en una casa, de llorar, de protestar, de apoyar, de desplazarse, de participar en tal o cual religión, en tal o cual partido, de educarse a sí mismo y a la familia, la libertad de bañarse en cualquier mar de su país -. La ciudadanía no llega por casualidad: es una construcción que, jamás terminada, exige luchar por ella, exige compromiso, claridad política, coherencia, decisión. Es por esto mismo que una educación democrática no se puede realizar al margen de una educación de y para la ciudadanía.
Cuanto más respetemos a los alumnos y a las alumnas independientemente de su color, sexo y clase social, cuántos más testimonios de respeto demos en nuestra vida diaria, en la escuela, en las relaciones con nuestros colegas, con los porteros, cocineras, vigilantes, padres y madres de alumnos, cuanto más reduzcamos la distancia entre lo que hacemos y decimos, tanto más estaremos contribuyendo para el fortalecimiento de las experiencias democráticas. Estaremos desafiándonos a nosotros mismos a luchar más en favor de la ciudadanía y de su ampliación” (Cartas a quien pretende enseñar, décima carta, 1993, Paulo Freire).
Por último, retornando a la contingencia nacional chilena, me parece indispensable apoyar el acuerdo parlamentario hacia la construcción de una nueva constitución, buscando los mecanismos que permitan un proceso lo más representativo y participativo posible. A la vez, es indispensable avanzar en dar respuestas a las demandas sociales, entre las que yo destacaría el sueldo ético, la jubilación de los adultos mayores, la rebaja en el costo de los remedios y la mejora indispensable de la educación pública. También agregaría, la necesaria atención al tema ambiental que implica preguntarse seriamente por la propiedad del agua, la construcción de embalses y la reforestación. Es decir, el estado chileno debe avanzar hacia un estado social de derechos que amplíe la protección de los derechos sociales y culturales, generando condiciones de mayor equidad e integración social. En esto nuevamente el evangelio de Jesús nos desafía a través de la opción preferencial por los pobres, que implica renuncia a privilegios en aras del bien común, por ejemplo a través de la carga tributaria a los capitales y a las rentas mayores, pero todo eso en vistas de un país más unido e integrador.
“La paz es fruto de la justicia” (Is 32,17), que implica respeto, fraternidad y amor. Para ello no basta que los fines sean justos, sino también los medios, los caminos que recorramos, en lo personal y en lo social. Y que en este proceso no nos olvidemos de los más pequeños y débiles, como los niños y los ancianos, que requieren ambientes respirables para crecer y para habitar. En ese sentido, expreso el anhelo profundo de que esta sea una etapa pascual, que de paso algo nuevo, en lo cual podamos crecer todos con esperanza.
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